Desde el asesinato en Toulouse de tres niños y el director de una escuela hebrea, el islamismo ha cometido en Francia unos sesenta actos terroristas, en los que ha matado a 290 ciudadanos. Al menos 50.000 judíos han dejado el país, y no hay sistema contable que dibuje el alcance del miedo ni el peso del silencio. Tampoco la infinitud de diarias amenazas. Abundan los barrios en los que a nadie se le ocurre llevar kipá. Como el dato sigue sin impresionar, lo vestiremos de goy: tampoco se admite que dos personas se besen en público, muchísimo menos si son del mismo sexo, ni que usted luzca minifalda. No hay libertad, igualdad ni fraternidad. Hay paranoico control social, sexual y cultural. Hace días ese islamismo ha acuchillado a dos periodistas en París al confundirlos con dibujantes de Charlie Hebdo, y ha logrado su meta censora con un profesor de Geografía e Historia. Y por estos pagos, lo digo con rabia, oímos llover. Yo no creo que al vecindario le importe menos la vida de Samuel Paty, ese blanco decapitado, que la de George Floyd, aquel negro asfixiado, porque salvo excepciones le importa lo mismo: un disgustillo tuitero. Pero sin duda un policía yanqui parece indignarnos más que un cafre mahometano, aunque siquiera por cercanía este resulte bastante más peligroso. Y no, no quiero que los desmanes en nombre de una religión me obliguen a refugiarme en otra. Tampoco que una ideología xenófoba se preste a defenderme. Me encantaría, eso sí, que la identidad laica, el progresismo científico, por fin se alzaran, de palabra y de obra, para señalar a su principal, nuestro peor enemigo. Ya están tardando.