í, ya sé que se estilan el desaire, el insulto o la pedrada, y que mola en un tuit, y en una camiseta, la vibrante sentencia de Durruti: al fascismo no se le discute, se le destruye. Pero, tal como comprobó el anarquista, la fórmula no es infalible. Yo, al contrario, creo que a la ultraderecha no hay que despreciarla, sino rebatir sus mentiras y medias verdades con datos y soluciones. Tampoco sirve de nada, salvo para desahogarse uno y ahorrar en sociologías, reducirla al calificativo de racista o botarate. Y, en fin, emplear la violencia contra su parroquia es, como mínimo, un error estratégico, y como máximo todo lo demás. Paradójicamente, muchos que abogan por el guijarrazo se manchan las manos en la tecla, esto es, no suelen estar a pie de obra en la refriega y sí con el megáfono on line, como capataces.

A lo que voy, que no hay una única forma de combatir la intolerancia y la xenofobia, y la que hoy se lleva no solo no me convence a mí, que igual soy idiota o carezco de fe inmaculada: al parecer tampoco funciona bien ahí fuera. Así, al cartel vomitivo de la abuela acojonada se le está contestando como si no existiera conflicto con los menas, llamando nazis a sus promotores y, si lo atrapan, tal vez alguien zurre a quien lo haya puesto. Me temo que de ninguna de esas tres maneras se evitará que en algunos barrios capitalinos, y no capitalinos, siga viviendo gente hartísima con razón de cierta delincuencia. Es obvio que Monasterio exagera el problema, y que jamás lo ha padecido; tan obvio como que el resto lo niega, aunque lo conozca. La izquierda no está para obviar la realidad: está para mejorarla.