esde esta cómoda orilla de la Unión Europa, bajo el feo paraguas de la Alianza Atlántica, se desdeña bastante el afán ucraniano por sacudirse la sombra imperialista, hoy bota criminal, que le ha tocado en suerte. A no pocos parece incordiarles su numantino intento de gozar de esta libertad que apenas valoramos. Geopolitizan tanto su elección que de hecho la rechazan. Como si el ánimo occidentalista fuese una mera imposición del Tío Sam, como si en Kiev fueran inútiles para discernir por sí mismos en qué bloque les apetece progresar, en qué sistema ver crecer a sus hijos.

Pasan los años y algunos aún subestiman el sentido común de Albert Camus y las diatribas de Reinaldo Arenas. Y en su frívolo fanatismo imitan el modelo contrario de Michel Foucault, homosexual entusiasmado por la revolución iraní, zahorí de arcadias que nunca aceptaría en su portal. Es lo que tiene juzgar el incendio con catalejos, admirarlo en un tour organizado por los dueños de la pira, que el vendedor de humo nos ciega mientras se abanica. Tarde, pero el filósofo al menos confesó el error. Otros, ni eso. Persiste, sí, la probeta ideológica en cobaya vecina.

El empeño ucraniano en ser más Zagreb que Moscú, más mañana que ayer, dice bien de este infierno que habitamos al oeste: imperfectos, no nos va del todo mal. El menosprecio de ese deseo, la manía de mancharlo, caricaturizarlo, es una canallada paternalista, prejuiciosa y egoísta. En verdad mucho paisano se flagela por su buena vida en cuerpo ajeno, incapaz de practicar sus utopías en el propio. Están locos esos suicidas, muriéndose, literal, por ser como nosotros. Menudos nazis.