l ser humano es el peor virus para la Humanidad. Un depredador desaprensivo y egoísta. La actitud ante la pandemia de la COVID-19 es una evidencia. Palmaria. Del desconcierto por su aparición y rápida expansión se ha pasado en escasos dos años a un control de daños mediante la producción e inoculación de vacunas. Algunas producidas mediante procedimientos clásicos; otras, más innovadoras. Los campos de investigación en génesis del virus, mutaciones, vacunas y tratamientos terapéuticos siguen abiertos en descomunal desafío. La concentración de esfuerzos sobre esta pandemia tiene consecuencias en la atención científica, financiera y sanitaria a otras enfermedades. Ralentiza actuaciones diagnósticas y terapéuticas. Difícil compatibilidad. Los dirigentes políticos están desbordados. En todos los niveles de responsabilidad. Pero tampoco pierden de vista intereses electorales, de geoestrategia y económicos. A la sociedad se le pide obediencia y responsabilidad. La obediencia hay que merecerla; la responsabilidad escasea. El plan de vacunación determinó unas prioridades vinculadas a la disponibilidad de vacunas y a la valoración de la población de riesgo. En general, pareció razonable. El verano planteó dos desafíos: los viajes de estudios y el nocivo concepto de las no fiestas, acuñado y padecido ya el estío pasado. Nadie ha parecido percatarse de que los viajes de estudios son un anticipo de las fiestas patronales o un sucedáneo de las mismas si están suspendidas. Tremendo error. Las consecuencias son escandalosas por el alto nivel de contagiosidad de la variante Delta. Ni los jóvenes son inmunes ni los vacunados están inmunizados del todo. La juventud ha padecido la dureza del confinamiento y de las restricciones sociales. El resto de las generaciones, también. Un par de meses de mesura y sensatez - cordura en la diversión- hubieran evitado el susto de las cifras actuales. Como cantera de una sociedad futura, decepción. Grande.