Hace 100 años se creó la Unión Astronómica Internacional, algo así como el parlamento mundial de los astrónomos. Y astrónomas, aunque en 1919 las mujeres no podían acceder a los observatorios en igualdad. Paradójicamente, ya entonces unas cuantas mujeres habían sido y estaban siendo responsables de que pudiéramos entender científicamente el tamaño del Universo, su evolución, la vida y muerte de las estrellas, creando procedimientos para obtener la máxima información de la tenue luz que se recogía en telescopios más grandes y mejores. La UAI también ordena el nomenclátor de los objetos celestes, nombrando nuevos planetas más o menos grandes y cometas en nuestro Sistema Solar o más allá, sistematizando la catalogación de estrellas, nebulosas y posicionándolo todo con sistemas de coordenadas comunes, lo que permite también compartir el conocimiento. Como parlamento científico, además, fue adquiriendo ese trabajo de las academias de poder discutir y plantear el objeto de la profesión, favorecer la integración de todos los países y la solidaridad en estos tiempos tan insolidarios. En efecto, en esta labor también hay una astronomía sin fronteras, quizá porque el mismo cielo oscuro sobre nosotros nos ha acompañado desde siempre, independientemente de límites políticos, religiosos o étnicos. Es curioso que todo esto de la astronomía venga a ser el estudio de lo más negro de lo negro: la información que obtenemos de la poca luz que está detrás de las luces con que nos protegemos de esa oscura noche. El negro sobre negro que, poco a poco, vamos aprendiendo a leer e interpretar. Cosas como pensar en el Big Bang o fotografiar un agujero negro, descubrir planetas más allá del Sol o maravillarnos una noche más por haber encontrado ese cometa que nos visita de repente.