Al volante surge una agresividad más allá de lo habitual. Queremos tener siempre preferencia, ni miras lo que va al lado porque solo importa llegar antes. Como peatones nos exaspera que cruzar una intersección de calles, sobre todo con rotonda, se convierta en un recorrido de cientos de metros impidiéndonos ir por la línea más corta. Será con la intención de que realicemos más saludable ejercicio para llegar al mismo sitio, no solamente por primar al tráfico (cosa que siempre me malicié, lo confieso). Si vamos de ciclistas, ese deporte de riesgo, miramos con desdén al peatón y con miedo al coche. O al revés, nunca está claro del todo de dónde vendrá la primera agresión. Debiendo recorrer sorprendentes laberintos para poder llegar a cualquier lado porque los carriles parecen una dádiva a esa gente sostenible y un poco pejiguera. Por eso tampoco hay que documentarlos en exceso, o pueden permanecer con todas las alteraciones de firme que sean, qué más da. En el transporte público parece que vives lo mejor de los dos mundos y tiene su lógica, aunque siempre desearías una mayor flexibilidad de horarios y que los fines de semana no fueran ese tiempo de esperar media hora porque sí. Si se te ocurre ir en patinete, ten cuidado, porque conseguirás que todos te miren mal.

Si los conductores miran mal al transporte público y al peatón por aquello de que siempre les van a impedir cumplir su horario más corto, si los peatones saben que el tráfico es imposible y temen que los ciclistas les arrollen (aunque ellos se metan en el carril bici sin más), si los ciclistas, algunos incluso saben parar en los semáforos, sobreviven a cada trayecto visto lo visto, ahora tenemos un nuevo enemigo: el patinete y su moderno, que ha concitado tanta mala prensa. La movilidad ciudadana es terriblemente complicada.