Hace unas noches, en ese momento íntimo de la madrugada y de la jornada de reflexión electoral, me puse a hablar con un buen amigo, David Sierra, periodista, en su programa de radio de ciencia, Dos trillones de átomos de Radio Nacional. El número, por cierto, viene a ser el que corresponde a un simple grano de arena. Y es que las cosas pequeñas a veces se vuelven gigantes a la luz de la ciencia. La cosa es que en esa hora bruja surgió la cosa de qué nos mueve a votar en un sentido, a opinar algo. Y cómo nos afectan más los aspectos emocionales: el miedo, creernos mejores, esas cosillas. Son los que dirigen un voto que acaba siendo poco racional y quizá hasta demasiado emocional. Por ejemplo, vas metiendo el miedo en el discurso público y la gente se modera en las reivindicaciones sociales, comienza a sospechar de las compañeras mujeres que parecen peligrosas feminazis, se pone más de derechas apoyando políticas económicas que solamente favorecen a los ricos, compra una alarma porque lo mismo te invaden la casa, y comienzan a darle pavor los grupos de niños morenos del barrio, quién sabe, lo mismo acaba abofeteaando maricones a la primera de cambio. Está medido: incluso la gente que se declaraba progresista, cuando atendía a un mítin lleno de miedos de esos a la mujer, al inmigrante, a la libertad, a la equidad, moderaba sus planetamientos. También se vio que cuando a la gente se convence de que puede ser mejor que todos los demás, cuando se le da a elegir un poder de superhéroe y elige ser invulnerable, deja de ser tan estricto contra mujeres, inmigrantes o gente LGTBI. La idea de que a él no le afectará eso le permite ser magnánimo en sus opiniones políticas. Cosas del núcleo cingulado o de las amígdalas, ahí en el cerebro. Cosas de que nos afectan cuestiones más allá de la realidad. Hoy vemos el resultado.