Lo que consideramos opinión política aceptable entre nuestros conciudadanos está en un rango entre lo conservador y lo progresista que en la metáfora habitual se considera una ventana. Lo que cabe en esa ventana nos podrá gustar más o menos, nos parecerá más facha o más progre, pero ahí está, porque entendemos que en una sociedad democrática no todo el mundo tiene por qué opinar exactamente como nosotros (o debería ser así). Más allá de la ventana, a su izquierda y su derecha, la sociedad en su conjunto (esto es difícilmente evualuable, pero podemos hacernos una idea de por dónde anda la cosa) considera que hay ideas o posicionamientos intolerables. La metáfora se debe a un ingeniero y jurista que la propuso antes de su muerte en 2003, pero que se ha popularizado en este último decenio. Precisamente cuando esta ventana de Joseph Overton ha comenzado a desplazarse peligrosamente hacia la derecha. Para regocijo, claro está, de esos populismos un tanto fundamentalistas en casi todo, que al estirar hacia su corral la ventana de Overton pueden no solamente colarse en la normalidad política y acceder al poder, sino lanzar fuera de la ventana compromisos sociales de la izquierda que había costado años alcanzar.

Lo vivido este fin de semana en el parlamento muestra cómo la ventana está ahora peligrosamente extremista. Y esto es preocupante: no solamente toman carta de normalidad los exabruptos machistas y patrioteros de la extrema derecha, sus mentiras sobre la violencia de género, la inmigración o lo público se difunden donde antes el buen juicio las habría obviado por ser exótica y alocada nostalgia autoritaria. A la vez los planteamientos razonables y ya aceptados del feminismo, la diversidad o la justicia social parecen, al haber movido la ventana hacia la derecha, propuestas radicales. Y así nos va.