o he comentado varias veces esta semana pasada a cuenta de los terremotos navarros y para desdramatizar un poco la histeria: si piensas en que la Tierra nos mece de noche como a los bebés en la cuna, tiene su encanto lo del enjambre sísmico de origen incierto aunque lógico. El otro día el geólogo Antonio Aretxabala, que además de buen divulgador es buen amigo, decía que no tenemos por qué temer un terremotazo de esos de los de las noticias. Somos una zona de actividad sísmica notable, de las más sandungueras de la península, pero no se nos conoce una pasión por las energías destructoras. Y que siga así: a pesar de la amnesia sísmica que tenemos, lo cierto es que nos han precedido movimientos importantes y con efectos nefastos (sin segundas) y no tendría que ser diferente ahora. Relajémonos, porque quizá como todo esto ha caído justo en el año de la pandemia, todo parece juntarse.

Aquí somos muy de hacer drama, reconozcámoslo. En cuanto hace una temporada de mal tiempo Navarra es Mordor; en cuanto estornudan en Euskadi medio facherío anuncia el apocalipsis; se deslocalizan unas cuantas empresas subvencionadas antes y parece que nunca había sucedido algo así, cuando es la historia económica de este siglo. Los indicadores que despiertan ese sentimiento un tanto escatológico (en el sentido teológico del término) en esta tierra son variados: puede ser el número de ingresados por covid o una serie de derrotas del equipo local, pero igual una temporada de mal tiempo o una solanera prolongada. Todo vale para que el movimiento se recoja en el ombligo foral y vibren todas las alertas. Pues, lo siento, no es para tanto. Nunca lo fue, salvo cuando olvidamos que en estas circunstancias los pobres lo llevarán siempre peor. Vengan las crisis que vengan, aquí siempre existieron clases. ¿Esto se mueve? Paciencia, ya vendrán otras.