De algo nos tenemos que reír después de un mes convertidos nuevamente en Mordor. En el tuit que me llegó poco antes de las seis de la tarde de ayer aparecía una foto de Greta Thunberg sosteniendo un cartel: “Iré a visitaros. Sé que en Navarra no hay cambio climático. Siempre hace malo”. Una broma de buen gusto. De la adolescente sueca, por la red circulan memes mucho peor intencionados e insultantes. Es un hecho la extrema irritación que produce en algunas gentes la visibilidad de la joven activista, aunque la camuflen con palabras de lástima. Se ataca su juventud. Su falta de cicatrices. Su rico país de origen. El hecho de provenir de una familia estructurada y acomodada. Y se preguntan qué poderes o intereses ocultos la han hecho aparecer en escena. Resulta llamativa la diversidad de perfiles que comparten esa sulfurada estupefacción. Los negacionistas de lo evidente, preocupados por el eco de sus palabras en unas generaciones hasta ahora adormecidas por el consumismo. Determinadas élites políticas y científicas, para los que solo doctos señores encorbatados deberían tener vela en este entierro. Sin olvidarnos de esa parte de la izquierda que considera que únicamente una persona nacida en algún suburbio del tercer o cuarto mundo, con historial de violencia intrafamiliar, color de piel oscuro y preferiblemente fuera de lo heteronormativo tiene las suficientes credenciales para hablar al mundo de su futuro. No hemos nacido ayer. Tal vez no todo lo que hay detrás de Greta Thunberg sea pulcro y limpio. Tampoco lo es en estas cumbres sobre el clima por las que, junto a concienciados líderes ambientalistas, merodean los tiburones de la industria en busca de nuevas líneas de negocio. No sé qué deparará el futuro a esta chica. Lo mejor que podría pasarnos hoy es que hubiera miles de jóvenes como ella. Millones.