No me di cuenta de su falta hasta que me crucé con su mujer, que iba en una silla de ruedas manejada por una cuidadora. La he visto ya varias veces. Cuando empecé a llevar a los críos a clase, me cruzaba con ellos casi a diario. Eran una pareja simpática. Parecían satisfechos. Contentos también de estar juntos, daban esa impresión. Mientras caminaba, él cantaba zarzuela, canciones de Luis Mariano y otras parecidas en un tono perceptible al acercarse, no era ni un recital invasivo ni un tarareo avergonzado, era una especie de emanación. El caso es que me gustaba comprobar que iba cantando cada vez - y fueron muchas- que me lo cruzaba, solo o con ella. Me alegraba. Era una afirmación vital.

Volví a acordarme de él anteayer. Anochecía y coincidí en un semáforo con una cuadrilla de parejas adolescentes cogidas de la mano. Sonaba una canción a un volumen altísimo cuyo origen no lograba identificar, no pasaba ningún coche de esos que circulan con la ventana abierta repartiendo música atronadora. Cuando el semáforo se puso verde, me adelantó la fuente. Ahí estaba: procedía del altavoz que sujetaba una chica y que con toda probabilidad se conectaba al móvil que llevaría en el bolso. Ella, su pareja y el resto marchaban con rapidez, erguidos, formales, como si ejecutaran un protocolo al son de la disruptiva banda sonora. Daba la impresión de que aquella ruidera los colocaba en una burbuja, diferentes del resto y percibidos como tales, tan conscientes de sus movimientos como si actuaran en una película y por eso el acompañamiento musical. Su compostura y su puesta en escena eran artificiosas, teatrales, la mirada al frente, dirigiéndose a una misión, a un nudo, a algo digno de verse. Cómo no recordar al amable paseante que cantaba en otro tiempo.