Era un grupo numeroso y lo llamativo -aparte de que ocupaban toda la calle y convertían en salmones a quienes pretendíamos avanzar en sentido contrario, bailaban y les acompañaba una charanga- era que todos ellos, muy jóvenes iban con lo que me pareció idéntico traje azul medio. Pantalones pitillo y chaqueta ceñida. No pierdan de vista que la banda sonora era la adecuada para una peña, no para aquella suelta de modelos de Emidio Tucci. Para muchos el primer traje, la primera corbata y una más que probable recién estrenada incomodidad. Zapatos de vestir incluidos, ellos, que no han conocido más calzado que las deportivas. ¿Se acuerdan de cuando escuchábamos que el calzado deportivo iba a fastidiar el sistema músculo-esquelético de pueblos y naciones enteras? Si la respuesta es positiva es que ya tienen alguna edad. Ellas, faldas largas, tirantes, flecos, tacones. Incómodas también para el trajín que llevaban y con la necesidad -eran casi las 9 y los pintalabios lucían impecables- de comprobar su estado cada cierto tiempo, supongo.

Demasiado jóvenes para una boda. Qué intriga. Como me pareció que los chicos llevaban el mismo modelo y el conjunto tenía algo de disfraz, yo misma me hice la película. Qué salaos, pensé, ante la presión percibida de vestir así, han optado por el recurso irónico del uniforme. Además, dos de ellos se adornaban con un gorro de lluvia, lo que les daba un toque profesoral.

Cuando entramos en un local y coincidimos con un pequeño grupo de ellos, me acerqué. “Perdón, ¿qué celebráis? La graduación. ¿De la uni? No, de Bachiller. Ah, gracias”. Claro, eran muy jóvenes. Dieciocho. Duda despejada. “¿Y por qué lleváis el mismo traje? No, no es el mismo”, contestaron asombrados por mi evidente falta de percepción y señalaron las diferencias. No soy capaz de repetirlas.