a semana pasada estuve en una charla en un pueblo de la Ribera. Oscurecía por el camino mientras hablaba con la organizadora. Nos habíamos visto una vez y aprovechamos el rato para acercarnos cordialmente. Tengo un libro tuyo, lo compré de segunda mano, ya me lo dedicarás. Bueno, ya lo dedicaste, comentó. Le contesté que por supuesto. Así que me enteraría de quién lo desechó, sonreí por dentro. Por mi parte, cuando hago tal cosa arranco la página de la dedicatoria si la hubiera para no dejar pistas. Un libro es un objeto y como cualquier otro tiene su tiempo de utilidad, a veces muy corto. No hay más misterio. Aparcamos junto al lugar de la cita y dos horas después volvíamos al coche. El libro, no te olvides. Vale. El ejemplar estaba sembrado de pequeños post-it de colores como banderitas tibetanas. En su segunda vida había sido leído de forma exhaustiva, era halagador, desde luego. Al abrirlo reconocí esa caligrafía firme que se me pone cuando consigo el boli adecuado y un apoyo seguro. El primer poseedor del libro tenía un nombre bastante habitual. ¿Quién podría ser? No supe y empecé a escribir para la segunda con la escasa luz de la calle y el ejemplar apoyado en las piernas. Creo que era de alguien que murió y se vació su biblioteca. He comprado más libros suyos. Teníamos gustos parecidos, me dijo. Entonces comprendí el viaje del libro. Efectivamente, su dueño murió. Frente a su nutrida biblioteca elegimos libros por afinidad lectora o por ser tan suyos y el resto llegó una tarde de invierno a la tienda donde más tarde iría mi acompañante. La dedicatoria era para mi hermano. Fue un momento hermoso y sin palabras. Una de esas casualidades que anudan el pasado, las lecturas, las personas.