or el nombre, así, a bote pronto, podría pasar por una especie vegetal, la anhedonia, y escucharíamos en un documental algo como que a pesar de su porte modesto y su aspecto discreto ahoga cualquier competencia, que en las vastas praderas de anhedonia la vista se pierde en un horizonte inconcreto y sin límites, que se utilizó en tiempos remotos como paralizante. Si fuera una especie ornamental y buscáramos en una página especializada cómo cuidarla encontraríamos que la falta de luz y los suelos escasos de nutrientes garantizan su enraizamiento. Pero no es una planta sino un problema, es la incapacidad de disfrutar. De lo grande y de lo pequeño. Nos invade como los plumeros de la Pampa o los jacintos de agua y, al igual que estos, tiene su estética y se integra en el paisaje, pero vampiriza. En esta temporada oscura podemos hacer menos, hacemos menos todavía, encuentra hueco, se instala y coloniza. El otro día descubrí que quería escuchar un chiste. Algo conciso como una fórmula, la unidad elemental de desubicación mental, un chute de dopamina, de esos de reír hasta las lágrimas y recordarlo al rato y volver a reír. No un monólogo con sus tics y su previsibilidad o una gracieta de políticos o un meme. Un chiste de verdad. ¿Hace cuánto que no escuchan un chiste nuevo y memorable? También estaba limpiando un calamar y sin más ni más eché de menos una criatura cerca para poderle enseñar la pluma y la bolsa de la tinta y, si fuera el caso, el pececillo o el cangrejo a medio digerir que a veces atesoran las tripas del bicho. Cosas pequeñas. Debo tener una provisión cercana de anhedonia como quien tiene perejil en la ventana de la cocina y echa mano a la menor ocasión, pensé.