n el salón de la casa de la amiga de I, en Berlín, hay una coneja adulta, de buen tamaño, enferma. Lo sé porque J, que está en otra ciudad alemana, quedó con I en acercarse para pasar el fin de semana juntos. Por su parte, I se había comprometido en ir a casa de su amiga y hacerse cargo de la mascota enferma mientras ella estaba fuera. Había que administrarle la medicación a la hora y vigilar la evolución del animal, cuya enfermedad parecen desconocer tanto I como J, aunque pudiera ser el llamado mal de patas o pododermatitis, uno de cuyos síntomas son las úlceras en las extremidades que padece la coneja berlinesa. Si se mira bien, todo son aprendizajes.

J manda una foto al chat de la familia y explica que además de los fármacos pautados la coneja recibe sesiones de acupuntura. La coneja berlinesa dispone para su descanso de una estructura modular de rejilla sin patas que medirá, utilizando para el cálculo los libros que también salen en la foto (la estructura está junto a una estantería), más 1,20 que 1 metro de largo y más 60 centímetros que 50 de ancho. De ninguna manera puede considerarse una jaula. Sobre la base hay un colchón y los laterales están protegidos con chichoneras acolchadas y también hay dos o tres cojines. Todo en tonos pastel.

Aunque de primeras la combinación de conejos, pisos ajenos y ciudades europeas recuerda a Cortázar, en tres minutos, junto a algunas interjecciones espontáneas, aparecen en el chat comentarios sobre el irreversible declive de la civilización y una participante manda una receta de arroz caldoso con conejo. En la familia no se ha cultivado el trato habitual con animales. Tal vez las nuevas generaciones, que seguramente no leerán al gran Julio.