Hace unos años cerró el ultramarinos de mi calle y una parte del barrio tembló porque, entre los múltiples quehaceres que el dueño del establecimiento se había atribuido, estaba el reparto a varias viviendas de pan, fruta... Es decir, de los alimentos que las inquilinas de aquellas casas necesitaban para su subsistencia diaria y que ya no podían ir a comprar a la tienda por culpa de su avanzada edad y de unos inmuebles carentes de ascensor. En más de una ocasión he pensado en aquellas ancianas y volví a acordarme de ellas al leer que en este país hay dos millones de personas con más de 65 años que residen solas, unas 70.000 en Navarra (de las cuales, el 71% son mujeres).

Dicen los expertos, que en muchos casos se trata de gentes que viven aisladas, sin protección e invisibles para el resto de la población, o sea, la situación perfecta para que el sistema falle. Cuando la familia -si la hay- y los vecinos no dan razón de los mayores que tienen cerca, cuando nadie levanta la liebre y la Sanidad tiene un grupo de pacientes ocultos, a la par que los bancos gozan del dinero de clientes de los que nada saben, puede ocurrir que alguien sea hallado en su casa años después de haber fallecido en la más absoluta de las soledades. Si esto no es fallar como sociedad, no sé qué es.