tras una semana de confinamiento, sentí que aquello estaba siendo eterno, casi insoportable, y fue entonces cuando alguien propuso hacer una lista de deseos para cuando recuperáramos la libertad. Tuve claro que me gustaría comer en algún sitio estupendo con mis hijos y, a continuación, perderlos de vista por una temporada; ansiaba también besar a mis sobrinos e irme de juerga con los colegas, una larga jarana entre paseos por el Casco Viejo que se viera interrumpida por escapadas al monte, al mar... Aún estábamos en marzo y no imaginaba siquiera el enorme destrozo en vidas, economías y proyectos vitales que esta pandemia iba a provocar.

Sólo pensaba en el fin de la reclusión y miraba de reojo a los comercios chinos porque ellos habían cerrado antes del estado de alarma y su apertura era síntoma de un horizonte despejado. Por fin han subido las persianas y dicen observar un cambio en la actitud de los clientes. No sé, tiendo a creer a los chinos en este tema pero algunas abarrotadas calles de mi barrio y ese irrefrenable deseo, entendible pero muy arriesgado, de celebrar como sea el 6 de julio me llenan de dudas.

El confinamiento nos ha permitido idear mil planes, pero ya dijo un sabio que la paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte.