os mismos que desde hace veinte años se oponían a la construcción de las macrogranjas por sus impactos sociales y ambientales, se han apresurado a borrar todas sus publicaciones relativas a la peligrosidad de esas explotaciones ganaderas de corte industrial y a los logros obtenidos en ese terreno y así tratados. Ahora niegan incluso que existan esas granjas por mucho que sean del dominio público, ampliamente documentadas, pero defienden de manera grotesca el negocio utilizando la imagen de la ganadería familiar, llamada extensiva. Todo un alarde de ética política de esa banda de tramposos que se arraciman en torno al PP como núcleo duro.

Por fortuna siguen existiendo las hemerotecas y demás fuentes gráficas de documentación. No es tan fácil borrar las pruebas de las propias trampas, embustes y mala fe. Pero qué importa, lo que cuenta es el torrezno, la morcilla, el jamón búlgaro... el desdiós nacional en definitiva. España (Madrid) no fue la tumba del fascismo -una pena, la verdad-, y no puede convertirse en la muerte del torrezno. ¡Torrezno, hala hil! Burlas aparte, aquí se habla de negocios millonarios de los de el que venga detrás que arree, que poco tienen que ver con el ganadero de nuestro pueblo, salvo la intención de borrarlo del mapa.

No es que las macrogranjas y sus fiemales hayan dejado de ser peligrosos por arte de birlibirloque, sino que, ahora mismo, la defensa de los cerdos al engorde y demás animales ya poco domésticos, trae cuenta para el acoso y derribo del gobierno, y para encender a una derecha que considera que la defensa de los fiemales equivale a un baluarte contra el bolchevismo: o fiemal o comunismo... ¡Banzai! Así como suena. Basta oírlos. Hemos llegado a una situación en la que el fiemo es, como lo fue en tiempos la poesía, un arma cargada de futuro.

Llama la atención la brutal indiferencia de instituciones nacionales (gobierne quien gobierne) frente a los consejos, instrucciones y sentencias europeas que tienen a España como diana de reproches, multas y condenas que van desde medio ambiente, consumo, banca a mala práctica judicial. España está a lo suyo, al arrebuche europeo y a arramblar con los fondos famosos aunque luego estos se vean envueltos en enredos o se conviertan no en bienes, sino en extrañas navajas trapaceras en manos de ese muñeco de guiñol que es Pablo Casado, un profesional de la ofensa y la patraña.

Cerdos, vacas, purines, fiemos, contaminación... y la derecha alborotada. Están en su elemento. Para qué se va a necesitar ideología o labor política teniendo toneladas de fiemo de las que disfrutar. Oro, poco, fiemo en cambio a raudales por todas las esquinas, y no solo en los despachos, sino en los desolados cuya desolación está visto que es una provocación: hay que macizar, hay que envenenar. Si no les gusta a lo robinsones que queden por esos yermos, que se vayan, que dejen el campo libre. Es nuestro fiemo y hay que defenderlo, la patria actual lo necesita para su supervivencia imperial, para la exportación... y para ocultar de paso lo mucho que se importa en detrimento del pequeño ganadero de corte familiar, a quien veo como el gran perjudicado y al que también conviene alborotar y engañar, haciéndole ver que su subsistencia peligra. A falta de imperio colonial, buenas son las cochiqueras. El morrión con el que se adornaba la cabeza ese desvergonzado de Abascal en su papel de adelantado español de espectáculo arrevistado de Manolita Chén, era todo un aviso. Qué gran descubrimiento el fiemo para plantar en él el pendón de la conquista del Orden Nuevo. Entre fiemos y pendones sagrados anda el juego.

Lo que a mi juicio tiene de positivo esta historia apestosa es que el debate de las macrogranjas y sus peligros, denunciados desde ángulos muy distintos, algo que permanecía poco menos que entre bastidores y con sordina, ha ocupado las primeras planas y va a ser difícil que vuelva a la ocultación y a la pugna vecinal (cuando la había) de los directamente afectados, que poco podían hacer contra los verdaderos dueños del fiemal: corporaciones, fondos de inversión o fondos buitre. Un pringue soberano.