a mediados de abril, más o menos después de la Semana Santa, llega a Pamplona un clásico: los carteles de San Fermín. No es que el concurso que organiza el Ayuntamiento despierte un inusitado interés informativo, pero aún se forma un cierto revuelo en la redacción cuando se dan a conocer los ocho finalistas. Desde luego que no me atrevo a valorar el nivel del concurso, aunque los que entienden hablan de que este año es más alto que los anteriores. De hecho, casi nunca tengo un cartel favorito, pero esta vez sí. Hay uno que me gusta y, sorprendentemente, lo he visto desde el primer momento.

Reconozco que enredo por las redes y que me divierte leer los comentarios del personal. Los hay que ven plagios por todas partes y recuerdan similitudes con carteles que se presentaron hace veinte años, aquí o en Ceuta. Otros encuentran entre los finalistas de este año imágenes de la Ciudadela, de carteles de películas y hasta hay quien ve la coleta de Pablo Iglesias. Desde mis escasos conocimientos artísticos, que se limitan a poco más de lo estudiado en el Bachillerato, tengo el mayor respeto por todos los participantes, por los finalistas y por los que se han quedado en el camino, y me parece muy meritorio que alguien se dedique a pensar una idea para anunciar los Sanfermines y a plasmarla gráficamente. Nunca diría que este o aquel cartel lo puede hacer un niño, que es el tópico que se maneja habitualmente estos días.

En todo caso, confieso que me atraen más los carteles antiguos, cuando eran cuadros, y los cartelistas, pintores. Los de Ciga, Crispín, Basiano o Lozano de Sotés, entre otros, pero aquellos pasaron hace mucho tiempo a la historia. Ahora la creación artística va por otros derroteros y las nuevas tecnologías han sustituido a los pinceles. Ojo, que también me gustaron el Caravinagre de David Alegría o el vaso sumergido de Atxu Ayerra y Kike Balanzategui. Para gustos hay colores.