cuanto más arriba se sube, más dura acostumbra a ser la caída. Aplicando el refranero a la política, la altura vendría determinada por el volumen de fondos manejados, así que nadie corre más riesgos en estas elecciones que Esparza, como paladín de la formación gubernamental, y Chivite, al encarnar al interlocutor preferente a efectos del gasto público. Desde la premisa de que ambos comparten el escabroso destino de heredar unos legados criminales, Esparza se juega en cinco días nada menos que asentar sus posaderas en el trono de la Diputación o en el sofá de su casa. Puesto que incluso reteniendo para UPN los 91.000 votos de 1995 -para un extravío de unos 20.000 respecto a 2011, pero preservando al menos 15 de los 19 escaños- quedará expuesto a una feroz cacería si no alcanza el Gobierno por mucho que medien fiascos mayores en sus eventuales socios. Una formidable paradoja, ya que irían contra él con furia cainita los palmeros que permitieron a Barcina pulverizar el marchamo de la gestión solvente e impoluta de UPN que caló como verdad inmutable en buena parte del electorado conservador. Aferrado a las esencias y a la sobada tesis del yo o el caos para superar su reválida dentro y fuera, Esparza reza literalmente para que el PSN minimice la pérdida que le auguran las encuestas y que le sitúan a gran trecho de los 48.000 sufragios largos de 1979, su suelo electoral cuando por ejemplo en 2007 fueron más de 74.000. Una plegaria que hace suya Chivite, pero no para pactar con UPN sino por poder materializar al fin la alternativa progresista tantas veces frustrada, mayormente por el PSOE para desazón del PSN. Alicaída la sigla en Pamplona y Tudela, y devaluada en el Norte, la entusiasta cirbonera se rebela contra la opción demoscópica de que sus 5 ó 6 escaños no sirvan para el cambio ni subsidiariamente como báculo de UPN, en cuyo caso quedaría calcinada como mandamás orgánica ante el calibre del chasco. Se acerca irremisiblemente la noche dominical que dictaminará si Esparza y Chivite consolidan sus lozanos liderazgos o acaban devorados en su primera y tal vez mortífera cita con las urnas.
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