cómo explicar a tres infantes ojipláticos ante el televisor por qué hay gente que mata. Y cómo transmitirles que ellos mismos, en su candidez, podrían ser víctimas de esos lunáticos encantados de inmolarse asesinando. Ante la doble constatación del fanatismo omnipresente y de la futilidad de nuestras vidas, sólo cabe confiar en la tarea de los servicios de inteligencia para interceptar a la milicia silente del Estado Islámico (EI) -desde la obviedad de que no existe el riesgo cero- y en que la fortuna nos acompañe para no toparnos con un demente kalashnikov en mano. No obstante, al ciudadano le asiste todo el derecho de exigir a sus gobernantes que actúen juiciosamente al doble objeto de que las libertades individuales no se vean arrumbadas en nombre de la seguridad colectiva y de que con sus decisiones no alimenten el fenómeno a la par criminal y religioso que se pretende combatir. Que es justo lo que sucede con los bombardeos sobre los territorios controlados por el EI que éste usa para victimizarse y reclutar hasta 3.000 personas al mes, en buena parte procedentes de los países en el punto de mira del yihadismo. Mientras no medie la única solución militar posible, la ofensiva terrestre que las potencias soslayan para no pagar una factura en forma de muertos propios, sólo se podrá laminar al EI cortocircuitando su financiación y sin acciones indiscriminadas. Desde la premisa de que el EI es el síntoma de la enfermedad que padecen Irak y Siria, mal inoculado por la incapacidad de los actores internacionales para estabilizar la zona debido básicamente a las tensiones entre Estados Unidos y Rusia. La cuestión radica tanto en acabar con el EI como en pactar qué se hace cabalmente allí el día después, sin santificar o criminalizar a los moradores del área en función de cuándo sirven o dejan de plegarse a nuestros intereses, como por ejemplo ha ocurrido con chiíes y kurdos. Entretanto, que los principios de la Revolución Francesa -Liberté, Egalité, Fraternité- guíen a Occidente en estos tiempos de terror latente para minimizar los espacios de marginalidad donde se larva el odio al vecino y, como reacción, la fobia al diferente.