desde la evidencia aritmética de que más del 60% del electorado actual no tuvo ocasión de votar la Carta Magna de 1978, resulta obvia la necesidad de renovar la norma fundamental que sustenta el marco de convivencia de una sociedad digital que nada tiene que ver con la vetusta del postfranquismo. Y como hasta Podemos ha desistido de su apuesta inicial por comenzar otro proceso constituyente, también se antoja impepinable que la reforma partirá de un texto que solo se ha retocado en dos ocasiones, en 1992 para permitir el sufragio de ciudadanos comunitarios en elecciones municipales y en 2011 al objeto de acorazar el controvertido pago de la deuda en el artículo 135. La salvaguarda de la estabilidad social, mediante el incremento de las garantías para el sostenimiento del Estado de Bienestar -sobremanera en los ámbitos de la sanidad, la educación y la vivienda-, es un anhelo proclamado por los tres partidos (PSOE, Ciudadanos y Podemos) llamados a empujar al PP a una modificación constitucional de alcance de la que Rajoy reniega por su secular galbana pero que se sustanciará en la próxima legislatura en una ponencia ante el seguro desvanecimiento de la mayoría absoluta conservadora. Tal actualización tendrá que incorporar necesariamente otras demandas clamorosas de la ciudadanía, como el combate de la corrupción sistémica -puertas giratorias incluidas-, la clausura del Senado como cementerio de elefantes para el pago por los partidos mayoritarios de los favores prestados, la consecución de una verdadera independencia judicial, la lucha contra la violencia machista como elemento básico de una profundización en materia de igualdad o el blindaje de las pensiones, asunto nuclear por la diabólica adición del aumento de la esperanza de vida y la merma salarial de los nuevos cotizantes. Estos retos ineludibles se combinan sin embargo con riesgos manifiestos ante el peso creciente de los apologistas de la uniformización hostil al autogobierno foral. Como para plantearse democráticamente la libre decisión sobre el estatus jurídico de algunos territorios o la ratificación -o no- de la fútil Monarquía.
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