recuerdo aquel poema de Apollinaire en el libro de texto de Francés del Bachillerato. Sous le pont Mirabebeau coule la Seine. Et nos amours. Y al lado una vieja foto en blanco y negro del romántico puente de París. Y me imaginaba paseando por la orilla con una francesita de ojos claros. Creo que fue entonces, en la adolescencia cuando me afrancesé. Admiro todo lo digno de admirar de Francia, que es mucho. El país que inventó, o casi, los derechos humanos. La república ideal, progresista, laica, donde es posible visitar las grandes catedrales góticas gratis y luego, si a uno le apetece, quedarse a misa. El talento francés, de Diderot a los Curie. Amelie, la música de Offenbach y el armagnac. Esa cualidad tan francesa de hacer y dejar hacer que tanto nos cuesta aprender aquí. Su capacidad de atraer y adoptar a los genios de todas las épocas, de Leonardo da Vinci a Picasso. Su acogida a todos los que a lo largo de la historia han tenido que huir de sus tierras por cualquier motivo.
Por eso me alarman profundamente los resultados del Frente Nacional de Marine Le Pen en las elecciones regionales. Los siento como si los franceses me hubieran traicionado. Con independencia de que al final no ganaran ninguna región en la segunda vuelta y de que se trate de unos comicios menores, es evidente el avance de la ultraderecha en Francia, también en otro países, pero aquí duele más. Se veía venir desde hace años y asusta pensar qué puede pasar en las elecciones presidenciales de 2017. El Frente Nacional es ya el primer partido entre los jóvenes y más de la mitad de sus votos proceden de los obreros. Preocupante. Conviene no olvidar ideas que Le Pen va soltando, como la cadena perpetua, incluso la pena de muerte, el abandono del Espacio Schengen y del euro, o la ciudadanía por puntos, como el carné de conducir. Y ya se sabe que lo que ocurre en Francia acaba cruzando los Pirineos. Azorín decía que en cien años. No creo que tarde tanto.