a priori es un asunto farragoso que parece interesar solo a los alcaldes, pero la reforma local, tantas veces aplazada y ahora nuevamente sobre la mesa, influye en nuestra vida diaria mucho más de lo que creemos. Se trata, en definitiva, de definir qué servicios nos va a dar nuestro ayuntamiento, nuestro concejo o nuestra mancomunidad, y con qué dinero va a contar para hacerlo. Es decir, que del dinero del que disponga dependerá una parte importante de nuestra vida diaria, desde la atención escolar infantil al estado de las aceras que pisemos o a la calidad del agua que bebamos. Por supuesto, la reforma local es mucho más, pero en el fondo este es el meollo del asunto: competencias y financiación.

De la complejidad de la operación dan idea las vueltas que se le ha dado en los últimos años. Políticos, responsables municipales, la Cámara de Comptos y cualquiera que se acerque a interesarse por la situación de la administración local coincidirá en que hay que cambiar lo que hay. Una excesiva atomización administrativa, solapamiento de funciones, recursos limitados y, en definitiva, dificultades para prestar los servicios en igualdad de condiciones a toda la población. Una vez convenida la necesidad de la reforma, hay que hacerla, y ahí está el escollo. En las dos últimas legislaturas no ha podido ser. Proyectos y proposiciones de ley, estudios, informes, mapas... han pasado por el Parlamento y allí se han quedado. El nuevo Gobierno retoma el asunto seis meses después de su toma de posesión y lo califica como uno de los más importantes proyectos de la legislatura. En principio, lo que se ha anunciado tiene sentido: partir desde abajo, desde los propios pueblos, para ir construyendo con técnicos, expertos, parlamentarios, etc. el edificio legal. Si de algo se acusó a los anteriores proyectos de reforma local fue de imponer, de no consensuar con los afectados. Se da el Gobierno un plazo de dos años para ello. Puede parecer excesivo, pero lo importante es que a la tercera sea la vencida.