ahora que donde estaba la ETB aparece la pantalla en negro con la leyenda “no se detecta ninguna señal de entrada”, ver los telediarios madrileños y su matraca sobre la final de Milán ha sido un suplicio. No es que a uno le disguste el fútbol, pero se rebela ante un bombardeo mediático del que resulta imposible abstraerse. No quedó otra que ver el gol ilegal de Sergio Ramos en un bar y el empate de Carrasco en medio del atún con tomate. Con el café llegaron los penaltis y eso sí que engancha hasta al menos aficionado. Uno, que procura estar con los más débiles siempre que puede, tenía la esperanza de que el Atlético no volvería a fallar por mera probabilidad estadística, porque ya había marrado uno Griezmann en el partido. Me acordé de cuando Checoslovaquia le ganó la final a Alemania en la Eurocopa del 76 con aquel increíble penalti de Panenka, del error de Baggio en el Mundial del 94, incluso de los penaltis que fallaron Messi y Ronaldo en la Champions de 2012. Tenía la esperanza de que esta vez iba a cambiar la suerte. Pero no. Todo acabó con el descamisado Cristiano luciendo sonrisa profidén y músculos, mientras Juanfran, al que tantas veces vi correr la banda en El Sadar, lloraba.
Pasó como en la final de Copa, con un Barcelona contra las cuerdas que terminó ganando al Sevilla. Así que más de lo mismo. La Liga y la Copa para el Barça y la Champions para el Madrid. Todos contentos. Sigue el dominio abusivo de los dos grandes en presupuesto, en derechos televisivos, en socios, en ventas de camisetas y en favores de los poderes públicos y de los árbitros. Ellos tienen los mejores jugadores y les apoyan los periodistas de relumbrón. Los demás, de comparsa. Sigue el bipartidismo aburrido y la competición condicionada por el dinero, como casi todo en esta vida. No hay opción a la sorpresa. El cambio no ha llegado al fútbol ni parece que vaya a llegar en los próximos años. Y aún queda por sufrir la resaca de una semana más de telediarios.