Hoy, una experiencia extrasensorial: hace varias semanas me caí por las escaleras de un párking de Pamplona -la mala costumbre de sacar el ticket de la cartera antes de llegar abajo- porque había un escalón más de la cuenta (de mi cuenta). Cuando me levanté, le dije a mis acompañantes: “He vivido el final de la caída a cámara lenta. Los papeles y las tarjetas de la cartera flotando en el aire y yo no caía, sino que me tumbaba poco a poco en el suelo...”.
Sorprendido con esa extraña sensación -que juraría que me permitió, en el último instante, apartar la cabeza y poner el brazo en la pared de enfrente, para no hacerme daño-, me puse enseguida a buscar en internet más detalles de mis nuevos poderes, por eso de ir pensando un apodo potente, encargar el traje y la capa e ir concertando la entrevista con Iker Jiménez, y el cómic y la peli con los de Marvel.
Qué decepción: es algo que le ha pasado a mucha gente, siempre en situaciones extremas como accidentes de tráfico.
Dicen los expertos que esa percepción de un tiempo desacelerado se debe a que la mente tiene un sistema de emergencia en situaciones de riesgo: una descarga de adrenalina (al parecer, también intervienen las amígdalas, que no sé qué pintan en todo esto) que aumenta la velocidad con la que se procesa la información. Y al funcionar nosotros más deprisa, parece que el tiempo se ralentiza.
El fenómeno tiene nombre y todo: Efecto bala, en homenaje a la famosa escena de Matrix en la que Neo es capaz de esquivar las balas de uno de los malos malotes.
Dicen también que algo similar -con menor intensidad- es una de las virtudes de los grandes futbolistas y otros deportistas de elite.
El caso es que ni superpoderes, ni entrevista estelar en Cuarto Milenio, ni X-Men, ni nada. Y tener que devolver la capa, y dejar de llevar los calzoncillos por fuera, y no poder exigir más en casa que me llamen El elegido. Con lo bien que me sentí el rato que fui Ralentizator o Despacioman.