la política depara demasiado a menudo espectáculos espeluznantes por las puñaladas pavorosas entre quienes se aferran a ella como un clavo incandescente. Podemos protagoniza en Navarra el episodio cainita del momento, con dos sectores ventilando sus vergüenzas a la atónita vista de sus más de 46.000 votantes, en un proceso de descomposición intolerable en un partido que pidió el sufragio para airear la pocilga de la política tradicional y sus profesionales irredentos. Un ejercicio palmario de frivolidad, por la carbonización del proyecto y por el suspense que inocula en el Gobierno a cuyo diseño Podemos contribuyó con siete parlamentarios. La formación morada contraviene así dos principios básicos de la política institucional, el de no crear problemas donde no los hay o no agravar los existentes y el de meter al cajón toda iniciativa que nutra al adversario, siempre desde la premisa de una honestidad sin mácula con respeto a los procedimientos establecidos y a las elementales normas de decoro, incluido el ámbito privado. Por añadidura, Podemos está conculcando otro de los criterios esenciales de la política entendida como servicio público, el de que el consenso constituye un bien a perseguir y preservar, enfatizando la dialéctica argumentativa que antepone la ironía a la recriminación. A la espera de que alguien aporte en Podemos el sosiego preciso para atemperar unos ánimos rayanos ya en el odio cerval, cabe elevarse del caso concreto para proclamar la formulación general de que un desempeño eficaz y honrado en pro del interés común sólo se puede desarrollar a satisfacción por cargos públicos escogidos por los partidos primando el mérito y la capacidad, garantía si no de éxito en cuanto a la gestión sí al menos de trabajo y sensatez. Tal evidencia exige necesariamente que la elección se base en el parámetro exclusivo de la adecuación al puesto concreto, descartando otros perversos como el reparto entre familias o la permuta de apoyos orgánicos. El guerracivilismo de Podemos -como antes de UPN, PP o PSN- ofrece tantas moralejas como motivos para abominar del impúdico partidismo clásico.