Cómo no entender que los progenitores de las niñas asesinadas con una motivación sexual exijan las máximas penas para los victimarios, hasta la aplicación de la Ley del Talión podrían reivindicar legítimamente en atención al inmenso e irreparable daño padecido. Ocurre sin embargo que el sistema penitenciario español se sustenta en los principios de reeducación y reinserción, unos criterios que ya cuestiona la prisión permanente revisable, en realidad una cadena perpetua rectificable a los 25 años cuando antes de su imposición en 2015 por la mayoría absoluta del PP se posibilitaba el cumplimiento de cuarenta años de cárcel. El debate sobre el endurecimiento de las penas tiene tintes populistas, en el sentido de que a menudo se estimula en un contexto de alarma social pretendiendo una adhesión emocional. Además de que parte de un presupuesto refutable, pues resulta voluntarista asegurar que conlleve un efecto disuasorio para los potenciales delincuentes guiados por los más abyectos instintos. De hecho, Estados Unidos sufre los episodios de violencia más extremos cuando allí rige la pena de muerte en el marco de un sistema judicial bastante menos garantista que el vigente en la Europa civilizada. Como se trata de hacer justicia y subsidiariamente de que los reos no recaigan al ser excarcelados, en el caso de la violencia sexual habría que afrontar de una vez el arbitrio de la castración química, ya establecida por ejemplo en California y Florida en el caso de los reincidentes. La saturación penitenciaria no constituye más que la constatación del fracaso y en España se cuentan en números redondos -a pesar de la disposición legal de medidas alternativas de cumplimiento de condenas- más de 60.000 reclusos, el doble que en Finlandia o Suecia y con un internamiento tan prolongado como que en el Viejo Continente sólo Turquía y Rumanía presentan una media de estancia carcelaria superior. Datos para la reflexión sin ánimo de venganza.