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Olor a sudor

sostener viejas conductas. Ahí está la clave. Asilvestrado, más que educado, en la escuela de los últimos años del franquismo, ha sido sensación común de muchos de una generación que nos habían enseñado mal, que no habían dado con la tecla o que no habían acertado en lo principal. Había profesores excelentes, tipos que manejaban las materias y una pesada evidencia de que corríamos sudorosos esquivando coscorrones como bestezuelas en medio de los dogmas del sistema, del que se moría. Chicos con chicos, chicas con chicas. Sólo en los hogares se podía llegar a notar la igualdad, es decir, se hacía sitio la lógica de la vida, no quedaba otra, y llegamos a tener la suerte -visto lo visto- de vivir con natualidad el reparto de tareas, arrimar el hombro y nada más. Fuera, no se hablaba de la igualdad de género, porque este asunto simplemente no existía, y se transitaba por un mundo zafio, primitivo, casposo y con pocos peros a la rutina. Primero hubo que pensar por cuenta propia para, después, pasados años -lentos somos-, llegar a suponer que ellas quizás no estaban ni contentas ni bien. Y, como fue un recorrido individual, ahora da más grima cada palmo, kilómetro, de retroceso que se ve por aquí. Ya no reconforta -una excusa tuvimos- ni tranquiliza el haber braceado en su momento para rescatarnos de la ignorancia y considerar a las de al lado iguales.

Menos pintados de gris que los chicos de la escuela de los estertores de la dictadura, los chavales de ahora -algunos-, con mayor acceso a la información, se supone más conocimientos y capacidades también más estimuladas, andan igual de brutos -simplones- que nosotros hace décadas. La recopilación de tonterías, maldades, gestos, escarnios y ventajismo machista no termina y crea un ambiente pavoroso porque es cotidiano. La máquina del tiempo marcha de nuevo hacía atrás, o quizás nunca se ha parado. Las viejas conductas, el olor a sudor. Qué comodos. Cuánto trabajo.