a medida que pasan los días desde que ETA echó la persiana, llama mucho la atención el nulo entusiasmo con el que han recibido su final quienes directamente más la sufrieron. Salvando las distancias, recuerda a aquel “contra Franco vivíamos mejor” que se decía entre las fuerzas de izquierdas que, tras la muerte del dictador, se quedaron huérfanas de un adversario que unía voluntades de corrientes distintas. Desgraciadamente, esta enconada reacción ante la disolución de la banda tiene su parte interesada. La violencia de ETA llenaba las sacas de votos de algunas siglas y contribuyó a que se lograran mayorías parlamentarias imposibles sin su existencia, ni con la consiguiente ilegalización de Batasuna. En estas circunstancias, la derecha (UPN-PP-CDN) gozó entre 2003 y 2007 de la única mayoría absoluta de la democracia en Navarra. Y en la CAV se posibilitó que Patxi López fuera desde 2009 a 2012 el único lehendakari no nacionalista de la historia. Además, la violencia de ETA imposibilitó la defensa pacífica y por cauces legales de cualquier postulado que tuviera la desgracia de coincidir con reivindicaciones de la banda, facilitó negocietes varios a cuenta de la seguridad e impulsó la aplicación de numerosas medidas de excepcionalidad. Entre ellas, está la dispersión de sus presos, con el castigo añadido que significa para sus familiares y allegados. En definitiva, un exceso que no padecen ni asesinos como El Chicle, y que en cambio sí lo soportan los tres jóvenes del caso Altsasu, que ni siquiera eran mayores de edad cuando ETA dejó de pegar tiros. Este jueves, el Parlamento foral aprobó una moción instando al Estado a acercar “inmediatamente” a la cárcel de Pamplona a todas las personas con arraigo en Navarra. Ni UPN ni PP, que siguen dando muestras de no haber digerido el final de ETA, ni PSN la apoyaron. Ellos sabrán por qué. Como también deberían saber que a la mayoría de la sociedad le gusta que la legalidad de cumpla siempre, algo que no ocurre con la dispersión.
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