Durante años (generaciones, me atrevería a decir) la bicicleta fue el más codiciado regalo de Navidad. Tener una bici abría un abanico de posibilidades y de juegos, acortaba las distancias y acercaba los horizontes (a parte de hacerte tremendamente feliz...). En aquellos pelotones infantiles convivían maquinarias nuevas y relucientes con las que llamábamos de chica, porque no tenían barra alta; otras con ruedines suplementarios para los menos intrépidos y algunas con muchos usos en la familia y de talla superior en las que había que meter una pierna por el cuadro porque la altura del sillín no permitía poner los pies en el suelo en caso de apuro. No hay que insistir en que ya entonces los coches eran una amenaza tan cierta para los ciclistas como la de estamparte contra el suelo por exceso de velocidad o mal estado del firme. Las postillas en rodillas y brazos mostraban las secuelas de accidentes como estratos de las etapas de aprendizaje. Pero pedalear era bueno para el crecimiento físico y no había objeciones ni restricciones. Con el tiempo, el espacio para las bicis se fue acotando conforme crecía el tráfico de turismos y vehículos pesados -y como aconsejaba la prudencia- hasta tener que buscarles unas rutas protegidas o sacarlas directamente de la calzada. Hoy, montar en bici por pueblos y ciudades no es un juego; hacerlo por carreteras es poner en riesgo la vida. Sin olvidar que algunos ciclistas no muestran hacia el peatón el mismo respeto que exigen para ellos. Por unas cosas o por otras, un elemento de ocio, de expansión, de modo de vida, ha derivado en un problema acuciante para los ayuntamientos. Pero si no defendemos y protegemos el uso de la bicicleta desde la infancia, nos encontraremos con advertencias como la del Instituto Médico Europeo que alerta de que el exceso de artículos tecnológicos (móviles, consolas...) en los regalos de Navidad favorece el sedentarismo y la obesidad infantil. Y no hay plan, por muy amabilizador que sea, que articule movilidad con obesidad.