Estoy con el actor Antonio de la Torre (galardonado protagonista de El reino, película que bebe de la corrupción política) cuando expresa su apoyo a los cientos de cargos públicos que cada día enfocan sus esfuerzos en el único objetivo de hacer una sociedad mejor. Que los hay. Y extiendo esa afirmación a los cientos de sacerdotes que además de cuidar de la parte espiritual propia y de sus feligreses adquieren un compromiso social con los más desfavorecidos y marginados, en ocasiones en abierto enfrentamiento con la jerarquía de la Iglesia. Que también los hay. Pero en ese reino místico de las sotanas y las mitras también acampa la depravación, aunque en este caso no tenga tanto que ver con el expolio de bienes públicos (que también, y ahí está el caso de las inmatriculaciones) sino con las agresiones sexuales que en la mayoría de los casos han tenido como víctimas a niños o adolescentes. Una práctica que las innumerables denuncias sitúan en un amplio espectro de países (incluido España), en órdenes diferentes, con eclesiásticos de distinta relevancia y con miles de afectados que han guardado silencio durante años estigmatizados por el miedo y por la vergüenza, también porque se amordazaba su relato o el crédito se otorgaba a la otra parte, la agresora. Los numerosos casos revelados, con datos y señales irrefutables, con testigos que dan fe, con una actitud valiente de los vejados, llevó a Juan Pablo II en 2001 a realizar un reconocimiento público de los delitos y a pedir perdón a las víctimas. Pero lejos de suponer un punto y aparte, a aquella declaración le siguen día a día más denuncias, como las más recientes en Catalunya. Para completar este espeluznante panorama tejido a la sombra de confesionarios y sacristías, el Papa Francisco dio el lunes un paso más al reconocer que las monjas han sido víctimas de abusos por parte de sacerdotes y obispos. ¿Qué será lo siguiente? Tengo para mí que la castidad, la continencia que siempre se ha impuesto en los seminarios y más tarde predicado desde el púlpito ha tenido un efecto perverso para quienes no han podido resistirse a la tentación carnal y han sucumbido cayendo en el lado más oscuro, delictivo y devastador. Y yo me pregunto: ¿es incompatible una práctica sexual sana con ser un buen sacerdote? Porque el reino que habitan esos hombres, con alzacuellos o no, sigue siendo más terrenal que celestial?