l magnate neoyorkino Donald Trump edificó su fortuna sobre la soberbia, la avaricia y la ira. Pecados capitales como persona que configuraron un presidente despótico, porque despreció por igual a instituciones y personas, antes que mentiroso y además patológico, en tanto creyente de sus propias falsedades. Un poder sustentado en la manipulación emocional del electorado conservador, al que aun hoy se le presenta una realidad alternativa mediante la suplantación del conocimiento por unas percepciones que estimulan las más bajas pasiones. Ahí ha residido la estrategia de éxito de un verdadero peligro público al margen de la opinión publicada clásica, con mensajes sin intermediarios ni contrapesos efectivos, tampoco en su propio partido. Hasta el punto de descabalgar al resto de candidatos republicanos, doblegar a una colosa política como Hillary Clinton y recabar más de 74 millones de votos, obviamente ni mucho menos todos racistas. De hecho, a saber si no hubiera repetido en el despacho oval de no mediar un coronavirus letal cuya existencia también negó. Pero Trump perdió y con la derrota afloró su paradójica condición de antidemócrata cerril en el cargo representativo más relevante del planeta, que primero deslegitimó el resultado de las urnas con una expresión de egocentrismo enfermizo que luego desembocó en la locura al instar el asalto al Capitolio a los más zumbados de entre sus seguidores. Afortunadamente, el peripatético epílogo de Donald se ha tragado al trumpismo como aspirante a reconquistar la Casa Blanca, aunque revertir sus estragos va a llevar toda la próxima legislatura, con mayoría demócrata en las dos Cámaras legislativas. Biden se enfrenta antes que nada a la titánica tarea de coser la fractura ciudadana, una auténtica falla volcánica por haber enardecido Trump todos los radicalismos en una sociedad armada hasta los dientes y pasto de una mayor desigualdad por la devaluación de la cobertura asistencial. Mientras que, ya en el orden externo, debe finiquitar la guerra comercial generalizada en ejercicio de un unilateralismo extremo, hasta dinamitar EEUU los acuerdos básicos en materia de cambio climático o la propia Organización Mundial de la Salud en este contexto pandémico. Y todo con Kamala Harris como número dos del octogenario Biden y probable presidenta en el horizonte, alumbrando la esperanza de pasar en apenas cuatro años del grotesco fantoche del flequillo teñido a una mujer del ideario, el talante y el estilo de Obama. Sólo de pensarlo, emociona.

Con Kamala Harris se alumbra la esperanza de pasar en cuatro años del fantoche del flequillo teñido a una mujer del ideario, talante y estilo de Obama; sólo de pensarlo, emociona