La apología del franquismo que preocupa por creciente en el Estado español y que en los últimos días, con motivo del aniversario de la muerte de Franco, ha tenido hasta más presencia ni puede ni debe atribuirse solo a su coincidencia con el resurgir de la ultraderecha en otros países. Tampoco analizarla como mera consecuencia de las decisiones del gobierno de Sánchez sobre el cadáver del dictador. Ambos aspectos tienen incidencia en la reaparición desvergonzada del fascismo, pero no más que el descontento por las consecuencias de la crisis y la falta de respuesta desde la política o que otras características históricas de la política del Estado, como el personalismo populista o la institucionalización de la corrupción. No es casualidad que la pretensión de blanquear la imagen de Franco coincida con la ausencia de líderes que puedan considerarse tales en el espectro ideológico de la derecha y con la desarticulación de tramas de corrupción como las que han interesado desde antes de la democracia a sus élites. Pero todo esto no habría podido contribuir al actual atrevimiento de los nostálgicos del franquismo si durante décadas no hubiese existido connivencia cuando esa derecha ha estado instalada en el poder y despreocupación, si no permisividad, en los periodos en que se ha visto desplazada; algo impensable en cualquier estado democrático. Porque también hoy bastaría con aplicar la ley. Por ejemplo, el artículo 10.1 de la Ley de Partidos que estipula la disolución de las organizaciones que incurran en los supuestos tipificados como asociación ilícita en el Código Penal, que en su artículo 514 considera así las que fomenten el odio, hostilidad o discriminación por motivos ideológicos o de raza. O el artículo 510 de ese Código Penal que dicta prisión de uno a cuatro años para quien ensalce delitos de lesa humanidad y genocidio o a los autores de los mismos. O el artículo 5c de la Ley Reguladora del Derecho de Reunión que las prohíbe e impone multas de hasta 30.000 euros si incluyen exhibición pública de uniformes paramilitares. Y no se trata de prohibir ideologías porque estas se alejen de los principios democráticos y el marco constitucional, pese a que ya se ha pretendido en otros casos, sino de evitar la reiteración de actos que, como dice la famosa Ley de Partidos, “pongan de manifiesto una trayectoria de quiebra de la democracia y de ofensa a los valores constitucionales, al método democrático y a los derechos de los ciudadanos”.