en el contexto de la triple grave crisis que padece Venezuela -económica, política y, a consecuencia de ambas, social-, la duplicidad institucional en que han sumergido al país las decisiones autocráticas de Nicolás Maduro y algunas de las reacciones opositoras debería enmendarse con prontitud, siempre que se pretenda evitar una confrontación civil larvada desde las protestas de 2017 con más de centenar y medio de muertos. Que en el país caribeño compitan una presidencia como la de Maduro surgida de unos comicios carentes de pulcritud democrática y otra autoproclamada de Juan Guaidó en virtud de una interpretación determinada de la Constitución de Venezuela (artículos 233 y 350) -una dualidad que se extiende al ámbito parlamentario, con una Asamblea Nacional surgida de una cita con las urnas con aval democrático y otra Asamblea Constituyente impulsada y formada de modo abusivo desde el ejecutivo chavista- solo puede superarse con el compromiso de una nueva convocatoria electoral con garantías inequívocas y supervisión internacional. También con el concurso de aquellos que declinaron tomar parte en las últimas presidenciales de mayo del pasado año sobre las que Maduro, escueto ganador de los anteriores comicios con un punto de ventaja ante Capriles, pretende extender ahora su deslegitimado gobierno hasta 2025. Estas premisas de estricto sentido común que se defienden mayoritariamente desde Europa deben asumirse por la comunidad internacional en su conjunto, pues la apelación al diálogo primero y a las elecciones consensuadas después no puede contaminarse por intereses totalmente ajenos a Venezuela, en clave interna de cada país y de los afanes geoestratégicos particulares. A la postre, el asidero de Maduro para atrincherarse con un proverbial victimismo alimentado sistemáticamente por la pulsión de injerencia de Estados Unidos y sus aliados sudamericanos, más Canadá e Israel. Precisamente en aras al interés del pueblo venezolano, el único que debiera primar -sin menoscabo de que un estallido violento tendría un alcance impredecible en toda Latinoamérica-, Rusia, China, Irán o Turquía tendrían que persuadir a Maduro para que se avenga a un desmontaje de su dialéctica de resistencia revestida de militarismo. Apostando en sentido contrario por soluciones posibilistas también para el movimiento bolivariano, cuya pujanza pasa ya indefectiblemente por la retirada del propio Maduro.