La secuencia de denuncias por agresiones a alumnos en colegios navarros que están saliendo a la luz después de décadas de silencio de las víctimas y las peticiones de información que en su día formuló la ministra de Justicia, Dolores Delgado, a Fiscalía y Conferencia Episcopal sobre las diligencias e investigaciones de casos similares, enmarcan un drama, el de la violencia contra la infancia. Casos similares se repiten en los últimos meses y llegan a los medios de comunicación con toda la crudeza del relato en primera persona. Que el año pasado 21 menores sufrieran en el Estado una muerte violenta o que se cursaran 4.211 denuncias por abusos cuando se estima que estas apenas alcanzan el 15% de los casos reales, son datos que no dejan lugar a dudas sobre el alcance de una tragedia que no se limita a prácticas del pasado amparadas por la amenaza y el silencio, ni a los macabros descubrimientos del horror en otras latitudes, como los 51 cadáveres hallados en 2011 en el reformatorio Dozier de Florida (EEUU) o la fosa con centenares de restos en un centro de religiosas en la localidad irlandesa de Tuam en 2017. Así pues, disponer de una Ley de Protección Integral de la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia, cuyo anteproyecto fue aprobado por el Gobierno del Estado el pasado 28 de diciembre y que no se ha podido tramitar en la recién finalizada legislatura, era sólo una necesidad entre muchas, aunque acuciante si se tiene en cuenta que de esa aprobación dependía, por ejemplo, la extensión de los 18 a los 30 años de la víctima del inicio del periodo de prescripción de los delitos. Cuando se cumplen ya tres décadas de la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño en 1989 sin que todos sus principios hayan sido asumidos y en el Estado español hay más de 45.000 personas que tienen vetada la labor con menores (2.500 en Navarra y la CAV) o los niños son víctimas de más de 38.000 delitos denunciados al año, la actuación institucional no debería limitarse en todo caso a la aprobación de una ley. Y tampoco hacerse evidente solo sobre los casos que implican a una Iglesia que por fin ha admitido la existencia y extensión de los mismos en su seno. Debe contribuir con medidas de protección de los grupos de riesgo y especialmente vulnerables y campañas de concienciación social que hagan aflorar los casos; también con la creación de juzgados y fiscalía específicos que intervengan ante esta lacra inadmisible.