la publicación de nuevos testimonios de víctimas de abusos sexuales -en este caso a manos de un hermano marista en el colegio de Pamplona- sigue exponiendo con toda la crudeza de los relatos una situación más común de lo que pudiéramos llegar a imaginar cuando surgieron estas denuncias así como la del largo número de afectados. No había, pues, casos extraordinarios referidos a unos pocos sujetos como en un primer momento pudiera parecer o interesaba que así se entendiera; lo recogido en los últimos meses en las páginas de este periódico abarca a diferentes centros educativos gestionados por órdenes religiosas en distintos lugares de la geografía navarra, un fenómeno extendido durante la década de los sesenta y los setenta. La primera denuncia pública ha tenido el mismo efecto expansivo de una piedra que cae en un estanque; la onda ha rescatado del olvido nuevos casos porque sus protagonistas han perdido el miedo o utilizan el relato como parte de una terapia para liberarse de la pesada carga que les ha perseguido durante años. Un castigo añadido, el del silencio, que han soportado las víctimas como una pesada losa mientras que los abusadores, quienes cometían el delito, gozaban de la inmunidad de la protección del entorno docente o de un traslado exprés a otro lugar donde seguir ejerciendo (¿quizá también donde seguir abusando..?), además de que los usos sociales de la época optaban, por principio, por no conceder credibilidad a la víctima porque era un menor y todo podía ser fruto de su fantasía. Pero no era así. Ahora esas conductas pedófilas van saliendo a la luz, en algunos casos señalando a los autores con nombres y apellidos. Las denuncias, sin embargo, no parecen tener más recorrido que su publicidad y su enumeración en los medios de comunicación. Esta misma semana se conocía que la Fiscalía General del Estado ha remitido al Ministerio de Justicia un informe en el que, analizando la problemática de los abusos a menores en el entorno de la Iglesia y la falta de respuesta por parte de esta, propone la creación de una comisión independiente que investigue los casos. El silencio de la Iglesia es inquietante; en 2018 la Conferencia Episcopal anunció la creación de una comisión para actualizar los protocolos contra los abusos a menores, pero a día de hoy no ha dado cuenta del resultado. Mientras, el pasado año se iniciaron en el Estado cerca de trescientas diligencias por abusos. Muchas vidas rotas -como las que dejó el hermano Braulio- reclaman una respuesta.