as expectativas, en ocasiones incluso euforia excesiva, que generaron los sucesivos anuncios de herramientas médicas -fundamentalmente vacunas- para combatir la pandemia del covid-19 se están viendo comprometidas por factores de tensión de los que deberíamos aprender. El principal de ellos es ahora mismo la evidente dificultad de garantizar un proceso de vacunación constante que en toda Europa se planteó muy ambicioso en sus ritmos sobre la presunción de un suministro garantizado que ha resultado no ser cierto. Este es un tensionamiento que trasciende la mera relación entre las instituciones dedicadas a la protección de la cosa pública -en los niveles europeo, estatal o autonómico- y las empresas farmacéuticas en tanto los efectos de una ralentización de las vacunaciones está en el origen de las incertidumbres económicas que afectan al conjunto del tejido empresarial europeo y, con él, a la capacidad de generar la riqueza precisa para una recuperación consistente tanto de la actividad como del empleo o los recursos fiscales. El desgaste anímico social es tan evidente que sus efectos se empiezan a percibir incluso en la convivencia, con una demanda de rigor cada vez mayor hacia las actitudes insolidarias en un extremo y una reivindicación de las mismas en el otro, como síntoma del hartazgo. Y la perspectiva que se maneja no habla de una aceleración de los factores que permitan relajar ese estado de cosas. Incluso el Gobierno alemán calcula que habrán de pasar no menos de diez semanas para normalizar el suministro de vacunas en Europa. En ese contexto, la apertura de nuevos aspectos que proyecten tensión sobre la sociedad tiene que medirse. Un debate, por ejemplo, sobre la obligatoriedad de las mascarillas FFP2 no puede plantearse sin una garantía de suministro ni reproduciendo el desconcierto que en el pasado se vivió sobre la fiabilidad de las diferentes mascarillas. De cómo se gestionen desde nuestras autoridades aspectos ante los que la ciudadanía no puede darse solución de manera autónoma depende también reducir el grado de ansiedad que se le traslade. Esa responsabilidad implica al conjunto de los políticos y agentes sociales, a los que no cabe exigir autocensura pero sí que ejerzan con la debida prioridad hacia las necesidades del conjunto de la sociedad por delante de las propias. Y esto no sucede siempre.