PAMPLONA. Hay personas en la vida con las que te encuentras, convives cierto tiempo y luego desparecen de tu horizonte vital sin pena, ni gloria; otras en cambio, te dejan una huella indeleble. A este segundo grupo pertenecía Francisco Javier Larrainzar Andueza (Riezu 1934-Pamplona 1991). No creo que en Navarra haga falta presentar a este sacerdote y escritor que fue un autor teatral de éxito entre los años 1977 y 1991; de hecho, fue el autor más representado en nuestra comunidad.

Durante estos días de confinamiento he leído una antología de sus obras de teatro titulada Teatro de Agitación, selección hecha y prologada por Víctor Iriarte y publicada en la editorial Txalaparta. Recoge cinco obras: Carlismo y música celestial, Navarra sola o con leche, La conquista del cotarro, La peste del teatro, Utrimque roditur y Pampilonia circus. Se trata una edición tan bien documentada y es tan certero el juicio del crítico navarro, que me sería imposible añadir nada más. Lo único que les diré es que su lectura es un auténtico placer.

Sí me gustaría, en cambio, glosar la personalidad de Patxi y una de sus facetas: la de profesor. Y es que tuve la fortuna de ser alumno suyo de Lengua y Literatura de COU (hoy 2º de Bachillerato) en el colegio diocesano "San Miguel de Aralar" de Pamplona. Cierro los ojos y lo veo llegar con un abrigo terriblemente entallado (decía que la dependienta le había mesmerizado con sus halagos y que ahora con él justamente podía subir las escaleras), desenfundar unas enormes manos para encender un cigarrillo, succionar de él con la avidez de un neonato hambriento y empezar a desgranar sus inteligentes comentarios que hacían la delicia de sus alumnos. Patxi era un profesor muy poco convencional. Nos decía cosas como: "Nunca digáis de esta agua no beberé, ni este cura no es mi padre" o "El ser humano es una putica mierda pinchada en la punta de un palo". Nosotros, con nuestros diecisiete años recién estrenados, lo escuchábamos embobados. Para nuestro regocijo, llegaba incluso a tomar distancia humorística de su propia actividad y espetaba: "Hablemos ahora de fonemas, monemas y tontemas€"

Ser alumno del colegio San Miguel y tener de profesor a Patxi fue un auténtico regalo de la vida. Allí conocí a una pléyade de excelentes profesores que fueron decisivos para mi futura dedicación a la enseñanza de las Humanidades: el periodista Juan María Lecea, el poeta Jesús Mauleón, los latinistas Ollobarren y Villabriga, el escriturista José María Lacasia€ pero Patxi brillaba con luz propia. En el año 1984 el arzobispo, José María Cirarda, le prohibió seguir dando clases en el colegio con el argumento, entre otros, de que espantaba y escandaliza a sus alumnos. ¡Qué equivocados andaban monseñor y sus informantes! Patxi estimuló nuestra conciencia crítica y con él terminamos de aprender a leer y a escribir (esto último no tan bien como él, a la vista está).

De la personalidad de Patxi yo destacaría dos aspectos: su libertad y su fe. Puedo decir, sin albergar la menor duda, que era la persona más libre que he conocido y que era capaz de cantarle las verdades al lucero del alba; actitud que, como podía haber sido de otro modo y no fue, le trajo un sinnúmero de problemas€ Además, era un hombre que creía en Jesús de Nazaret y en sus Bienaventuranzas y por ello chocó con una jerarquía eclesiástica que nada quería saber del potencial revolucionario del Evangelio, que tenía atragantado el Concilio Vaticano II, y que no entendía que fe y vida pudieran ir unidas. La defensa inexorable de la gente más desfavorecida que Patxi llevaba a cabo tenía más que ver con su compromiso cristiano, que con la obra de un agitador. Sin embargo, cuando murió de pancreatitis a los 57 años, monseñor Cirarda Lachiondo, a la sazón Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela, estaba pensando en retirarle, tras una advertencia ("monitum"), sus licencias eclesiásticas.

De la posterior trayectoria del colegio fui testigo de excepción. La vida tuvo a bien concederme un segundo regalo y en el año 1985 volví al colegio, esta vez como profesor de Filosofía y Latín. Por motivos personales, me quedé a residir en el edificio del Seminario (allí estaba el colegio) con la Dirección del centro. Aunque seglar, fui acogido, como uno más entre ellos, por un grupo de sacerdotes de extraordinaria bondad y dedicación: Tomás Armendáriz, Flotildo Martínez, Luis Goñi, Jesús Zabalza, Jesús Aguirre, Tomás Berrade€ con ellos viví una de mis mejores etapas. Pero la maquinaria eclesiástica, obedeciendo consignas de la superioridad, siguió funcionando inmisericorde y decidió quitarse de en medio a un centro que le incomodaba. Fue un ignominioso cierre ideológico urdido entre el entonces Consejero de Educación, Arellano, y el arzobispo (luego cardenal) Fernando Sebastián. Todo ello disfrazado de oportunistas razones de dudosa legalidad.

El colegio "San Miguel de Aralar" prestó durante décadas (1968-1998) un meritorio servicio a la gente de los pueblos (único centro con internado durante algunos años) y gracias a él muchas personas procedentes de familias humildes pudimos acceder a estudios superiores. Aunque tarde, no estaría mal que alguien se acordase de este centro y reconociese el importante papel que tuvo en el desarrollo cultural de Navarra. Estoy pensando en instancias civiles, porque pedir algo en este sentido a las autoridades eclesiásticas sería más difícil que sentarse a esperar que un olmo diese bombones de trufa.

Y, ya para cerrar este emocionado recuerdo de mi eximio profesor, transcribo su último deseo, expresado en su artículo "Testamento": "Cuando yo me muera, en fin, y esta es mi última voluntad, no le digáis nada a nadie; sencillamente vivid. Será el mejor homenaje que nos hagáis a los muertos, y vivid con pasión la vida fastuosa y apasionante de este pueblo nuestro".