ante la muerte física consumada no queda sino llorar a quien marchó y mantenerlo vivo en nuestro recuerdo, singularmente en una jornada como la de ayer. Sin embargo, la defunción mental sí tiene solución, aunque no hay remedio sin diagnóstico y demasiada gente no se percata de su creciente anquilosamiento intelectual en un contexto de carencia absoluta de pensamiento lógico y de comunicación profunda, en gran medida por el abuso de herramientas adocenantes. Qué fue del cálculo de cabeza y de la memoria espacial ante la omnipresencia de la calculadora y la proliferación de los mapas virtuales. Y cómo forjar primero e intercambiar después pensamientos elaborados sin un hábito de concentración imprescindible para estructurar ideas que verbalizar o escribir y tampoco sin una mínima rutina de lectura esforzada. Nada que ver con la frenética deglución de tuits y mensajes de WhatsApp, que a su vez depara la confusión entre la apariencia de información por tener todo a un clic y el conocimiento verdadero, que precisa de una comprensión de los conceptos para luego interiorizarlos. Frente al ruido y la fugacidad, causantes de la deconstrucción cultural del individuo y por consiguiente de la sociedad en su conjunto, deben reivindicarse el silencio y el tiempo. Como premisas de la introspección fructífera para cultivar nuevas destrezas y como antídotos contra la holganza propia de quien sobrevive en la zona de confort con el móvil como literal pasatiempo.