Que la denuncia de una organización de nostálgicos del franquismo dedicada a celebrar misas de exaltación de aquel genocidio en Los Caídos de Iruña contra los cineastas Clemente Bernad y Carolina Martínez por filmar el interior de ese Mausoleo infame haya llegado a juicio ya es un mal síntoma. Que la denuncia de la denominada Hermandad de Caballeros de la Cruz haya tenido el respaldo de la Fiscalía con una petición de condena de dos años de cárcel por un supuesto delito de revelación de secretos es tan surrealista como absurdo. Que los acusados deban apelar al sentido común para reclamar justicia es simplemente triste para una justicia democrática. No sólo hay un tema de censura política real contra el contenido de un documental, es también una muestra más de la pervivencia de un tardofranquismo residual, pero activo, muchas veces con la complicidad de las altas jerarquías católicas, que, como en el caso de Los Caídos de Iruña, le permiten el uso de sus instalaciones consagradas bajo la excusa de celebrar actos religiosos. En realidad, se trata de ritos políticos con parafernalia nacionalcatólica “en honor de los caídos en la Cruzada por Dios y por España”, así como de Sanjurgo y Mola -este último responsable directo de la matanza de más de 3.300 navarros y navarras-, enterrados allí mismo hasta que sus restos fueron exhumados en noviembre de 2016. Precisamente, el futuro del Mausoleo de exaltación y homenaje al franquismo está a debate en Pamplona ahora -desde su derrumbe a la búsqueda de nuevos usos- y este increíble juicio trae a colación de nuevo el viejo debate de la necesaria separación entre Iglesia y Estado, la distinción entre lo particular y lo público. Y, en este caso concreto, también la necesidad aún pendiente de reflexión autocrítica al colaboracionismo de la Iglesia católica con la dictadura franquista y a su papel represivo durante 40 años. Como siempre, severos con los demás, indulgentes consigo mismos.