Febrero, tiempo de carnaval, pero de carnaval político esta vez. Tiempo de ponerse y quitarse caretas, de cambiar de chaqueta. Política de disfraz y apariencia, de fotos y montajes, de escenificaciones y teatralización hasta el insulto, de mentiras entre medias verdades. Tiempo de guerras más que de acuerdos; de gritos más que de diálogo. En el carnaval de la política se abre el tiempo del todo vale. Ya se vio ayer en el congreso, en una sesión más propia de acto de precampaña electoral, con un tenso debate plagado de descalificaciones, incluso entre quienes más tarde que pronto estarán llamados de nuevo a entenderse o al menos a intentarlo. Así es la política estatal en estos momentos, un juego de apariencias, de mostrar la mano y esconder las cartas para no desvelar cuál es la jugada final; un juego en el que algunos llevan la voz cantante en esto de desdecirse de lo que antes dijeron. No le falta razón a Sánchez cuando acusa a Rivera de “liderar el cambio de chaqueta permanente”, de la de “supuesto liberal” a la “de la ultraderecha”. Pero que no se descuide mucho el líder socialista con su fondo de armario, basta escuchar los discursos actuales de quienes hace unos años vestían chaquetas de pana y jersey de cuello alto. Hoy no entrarían en el traje.