Al menos ayer llovió en Pamplona. No mucho, pero llovió tras semanas sin apenas caer agua del cielo. Ya he escrito antes que me gusta la lluvia. Me parece que trae vida, que representa la permanencia del planeta Tierra. Y que me gusta Iruña bajo la lluvia. Es otra ciudad, con otro color y con otra forma de estar aquí. Más o menos pensaba en estas cosas mientas me fumaba un cigarro temprano -estoy en ello, sí, pero poco a poco- y recordé una información reciente, no sé si la publicamos en DIARIO DE NOTICIAS o la leí en otro medio, que resaltaba que 2018 fue el cuarto año más caluroso desde que existen registro ordenados y fiables. Añadía también que los últimos cinco años han sido igualmente los más calurosos recogidos en esas estadísticas. Tiendo a desconfiar más que a confiar en los datos estadísticos, quizá por deformación de mi profesión de periodista, pero en el caso del cambio climático asumo que tantos científicos de tantos lugares diferentes y expertos en especialidades tan diversas no pueden estar equivocados. La temperatura promedio de la superficie del planeta ha subido aproximadamente 1,1 grados Celsius desde fines del siglo XIX, y ello ha influido en el nivel de los océanos, las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida, los glaciares de las altas montañas o las capas de hielo del hemisferio norte. No dudo de que quienes avalan las tesis negacionistas contra la realidad del cambio climático disponen de estos mismos datos y conocimientos y sé que no son tontos. Negar el cambio climático hoy es tan absurdo como defender que la Tierra es plana. Por eso el rechazo al cambio climático se disfraza con muchos ismos -religiosos, políticos, sociales...-, pero esos disfraces sólo ocultan su origen: el negocio. Se destinan millones de euros a campañas contra el cambio climático porque la destrucción de la Tierra, la explotación de los recursos naturales y de los seres humanos, es un inmenso negocio al que las grandes corporaciones no quieren renunciar. Parece que hay más urgencia en destruir la Tierra que en detener este proceso de destrucción. Quizá el tiempo se esté acabando más deprisa de lo que pensamos.