ningún inquilino de la Diputación tuvo probablemente sobre sus hombros tanta responsabilidad como Chivite, al margen de la doble dificultad inherente a liderar un Gobierno multipartito sin el sustento de mayoría absoluta. Primero ante su propio partido, en el sentido de que afronta el reto de redimir al PSN por el frustrado tripartito de 1995, dinamitado ante el conocimiento público de la cuenta suiza de Otano heredada de Urralburu, así como por la nueva claudicación ante UPN en 2007 y por el infausto bipartito sociorregionalista de 2011 finiquitado por Barcina al año escaso. Pero es que además Chivite está llamada a otra empresa mayor todavía, la de consolidar un ciclo basado en la gobernanza social y pluralista con valores antagónicos a los dominantes durante la hegemonía regionalista de prácticamente un cuarto de siglo. Una dinámica fracturada de cuajo por el cuatripartito de Barkos que ahora debe asentarse a partir de la forja de los consensos de progreso mayoritarios para resolver los problemas reales de la ciudadanía desde la pujanza económica, con la profundización en la cultura política consagrada al acuerdo. Si el tripartito de Chivite aguanta, este sí, UPN implosionará más pronto que tarde pese a su implantación local. Si no, la derecha retomará la presidencia foral más radicalizada y revanchista.