La irrupción del profesionalismo extremo, la monetarización y la desmedida tecnificación y artificialidad en el deporte es una constante imparable. El deporte de competición y como ocio está siendo empañado poco a poco por hazañas antológicas que derrumban barreras humanas infranqueables hasta hace poco. La gesta de Eliud Kipchoge, un granjero keniano coronado en Viena como el nuevo tótem del atletismo tras bajar de dos horas en el maratón es una prueba de ello. El citius, altius, fortius (más rápido, más alto y más fuerte) que el barón de Coubertin acuñó hace más de un siglo se queda añejo ante la proeza del maratoniano. Que tiene un mérito incalculable, pero en unas circunstancias a una distancia sideral de las de cualquier competición o prueba. Para empezar que el multimillonario que patrocinó la prueba se gastara más de 12 millones de euros en eliminar cualquier brizna (literalmente, ya que se barría constantemente el circuito) que le molestara. Con un coche que abría carrera, una pléyade de liebres de elite pagadas a precio de oro arropando al protagonista y un prototipo de zapatillas técnicamente insuperables y sólo al alcance de potentados. Espectáculo, marketing y algo de deporte. Poderoso atleta es don dinero. Es, con permiso del heroico Kipchoge, su récord.