Toca cambiar de calendario. Hace unos años que recuperé la costumbre de tener uno colgado en un rincón de la cocina. Recordaba aquellos almanaques con imágenes de santos y vírgenes en casa de mis tías, con trazos gruesos de bolígrafo sobre determinadas fechas, una simbología entonces indescifrable para un niño. Pero lejos de misticismos periódicos, yo perseguía algo más metafísico: experimentar si la visión del día a día podía alargar las horas; si el reinicio de otro lunes presentaba una semana a largo plazo; o si la cuadrícula de cada mes que estrenaba abría un nuevo tiempo para que sucediera todo lo que no pudo ocurrir en el anterior. Poner número a las expectativas. Pero sin acabar enero llegó la primavera, la escalera trepó rápida hasta los Sanfermines, al verano se le echó encima el inicio del curso, y del puente foral a la Navidad y tiro porque me toca. Fin a 2019. Así de rápido. Como el año anterior. Ni te enteras. Parece como si los planes y los plazos se hubieran esfumado entre el 1 y el 31, en permanente fuga 365 días entre los números en negro y en rojo. El calendario ya consumido, con sus doce meses, terminará en el contenedor de papeles, también caducos. Ya tengo el que ocupará su lugar. Comienza la carrera contra el tiempo.