aldremos de este oscuro túnel, pero distintos a como entramos. Porque, hecha virtud de la extrema necesidad, el coronavirus nos ha inoculado dosis ingentes de responsabilidad y solidaridad, sublimando nuestra capacidad de emocionar, a otros y a nosotros mismos. Ciertamente, el COVID-19 nos ha hecho mejores por dentro, más humanos y empáticos, y asímismo más resistentes a las dificultades primero y a las desgracias después, como también más sabios para discernir los asuntos trascendentes de los secundarios y aun superfluos. Además, se ha despertado el sentido del agradecimiento, en su máxima graduación respecto a los congéneres del ámbito sanitario que han expuesto su vida para preservar la de los demás pese a la insuficiencia de medios humanos y materiales. Eso sí, este chandrío nos dejará para los restos la marca indeleble de la vulnerabilidad, esa sensación de fragilidad colectiva como sociedad expuesta de forma letal a eventuales pandemias sin vacuna que no distinguen de nacionalidades ni de cuentas corrientes. No queda otra que extraer conclusiones, con el refuerzo de los servicios públicos esenciales -incluido el compromiso fiscal que exige- como primera lección. Se impone la revisión de las prioridades presupuestarias, demolido el mantra liberal de que el mercado proveerá.