l gran encierro está llegando a su fin. Afortunadamente. Después de 43 días de cuarentena cuasiclaustrofóbica los niños y niñas han vuelto a su entorno natural y han tomado las calles y plazas dejando en ellas un halo de vida, ilusión y esperanza con su algarabía y vitalidad. Es el mejor indicio de la vuelta a la normalidad, a una nueva y compleja cotidianeidad, porque tras el coronavirus ya nada a va volver a ser igual. El confinamiento va a seguir estando presente y la desescalada asimétrica se nos va a hacer cuesta arriba. Especialmente a nuestros mayores, paganos de esta y de tantas crisis que ayer contemplaban desde sus ventanas con envidia y entusiasmo cómo los menores disfrutaban de su ansiada libertad, cómo comprobaban que a muchos casi se les había olvidado pedalear y corretear, pero no su entusiasmo contagioso. Afortunadamente los uniformados han desaparecido de las ruedas de prensa; las cifras oficiales (las reales, que multiplican a las anteriores, son otro cantar) aun siendo escalofriantes son las mejores en un mes con tendencia a la baja; nuestros pequeños empiezan a gozar y reír en las calles entre asustados y emocionados; y ya se vislumbra la luz al final del túnel. Cuando esto acabe, que tardará, habrá que repensar nuestro día a día. Y prepararse para un futuro más complejo e incierto del que habíamos imaginado. Pero igual de ilusionante.