l miedo es libre. Y hay libertades concretas que acojonan. Mucho. Particularmente en estos tiempos de coronavirus criminal las de aquellos que han decidido por su cuenta y riesgo desconfinarse del todo, en un desfase tan inconsciente como insolidario. Semejante idioticia está a la vista de quien quiera mirar todavía en el nivel cero de la desescalada, vetados hasta este lunes los encuentros de diez personas máximo, también en las terrazas a medio gas. Resulta increíble la cantidad de gente que obvia las distancias exigibles y las normas esenciales de etiqueta respiratoria incluso sin portar mascarilla, que protagoniza paseos y carreras ilimitadas en tiempo y espacio o que adapta al gusto las franjas horarias establecidas. No cabe en cabeza humana mínimamente amueblada esa creencia ciega de inmunidad por la merma de la incidencia del virus -sujeta a rebrotes más probables que posibles-, así como la sensación de impunidad cuando los efectivos policiales están a la caza de los desaprensivos. Como tampoco se comprende la ignorancia de la muerte a la que asistimos con el discurrir de las semanas, contemplada de soslayo la tétrica estadística diaria de fallecimientos e ingresos en la UCI. Cuando, si algo nos ha enseñado con crudeza el COVID-19, es que el fin nos puede sobrevenir el día menos pensado.