o cabe discutir el objetivo irrenunciable de la vuelta presencial a las aulas desde el presupuesto de que la educación constituye un factor clave de equidad a modo de ascensor social, además de garantía para un aprovechamiento lectivo mínimo y generalizado. Con el mismo énfasis debe refutarse la falacia alarmista de que la escuela se erige en un escenario de superpropagación del coronavirus, como así lo acredita la reducida tasa de contagio entre los menores, siempre que se respeten las normas de higiene, mascarilla y distancia. Sentadas esas premisas, habrá positivos seguro con las consiguientes cuarentenas, las de docentes que los centros tendrán que enjugar con un mayor esfuerzo del profesorado y las de los educandos que complicarán todavía más la conciliación entre familia y tajo de sus progenitores en un contexto laboral de máxima incertidumbre. Así que en este septiembre crítico, en vísperas de un octubre que pinta negro si persisten las conductas imprudentes y hasta suicidas, no queda otra que restringir al máximo de lo posible los contactos fuera del núcleo de convivencia estable, manteniendo entornos limitados en los centros educativos y de trabajo para minimizar el riesgo de infección. La responsabilidad de cada cual resulta más que nunca personal e intransferible, sin matices ni excusas.